EL DIA QUE ME ASESINARON
Por Jorge Sáenz
Especial para MAGNUM
UNA MUERTE INESPERADA
El sol todavía brillaba esa tarde, cuando
detuve mi solitario paseo frente a la muralla que protegía el Club de Campo en que me encontraba. Era una pared de unos tres
metros de altura, lisa y con escasa vegetación en los alrededores. De pronto, un extraño ruido me llamó la atención. Era un
roce fuerte sobre la superficie exterior del muro. Instantes después, pude ver con gran sorpresa, cómo dos hombres jóvenes
saltaban ágilmente hacia el interior del predio. Mientras quedaba paralizado sin saber exactamente qué hacer, un grito enérgico
partió de mi izquierda. Se trataba de un vigilador del club, a quien no había visto, pero que evidentemente estaba bien alerta
y que arma en mano, rápidamente, dominó a los jóvenes intrusos. Primero los hizo colocar de cara a la pared con las manos
apoyadas en ella y luego procedió con energía a palpar de armas al hombre de la izquierda. En ese momento me encontraba a
unos seis metros detrás del vigilador, dando frente a la escena. Como portaba un revólver .38, con un solo cartucho, extraje
el arma y decidí colocarme detrás del intruso de la derecha. La boca de mi revólver estaba dirigida al suelo, tomada con ambas
manos en isósceles con las rodillas quebradas. La adrenalina comenzó a descargarse en mi organismo, mientras sentía fuertes
gritos a mis espaldas, pero estaba demasiado concentrado en mi propio problema como para prestarle atención. De pronto, el
desconocido de la derecha observó primero en esa dirección y luego hacia el vigilador, a su izquierda y manteniendo la mirada hacia él, extrajo algo con ambas manos de entre sus ropas. Me sonaron todas las alarmas mentales, mi mente entró en rojo y no pude dejar de pensar que el desconocido
había extraído un arma. En apenas instantes, me asaltaron las tres alternativas clásicas del instinto de supervivencia: huir,
atacar o quedarme congelado. Mientras optaba por apuntar hacia el desconocido, que aún se hallaba de espaldas, pero con lo
que yo suponía un arma en las manos, recordé los prudentes consejos de los abogados penalistas. ¿Qué consecuencias legales
podrían perjudicarme, si le disparaba y el hombre no estaba armado? ¿Qué pasaría, si en efecto, el desconocido tenía un arma
que aún no había podido observar? De hecho: ¿corría peligro mi vida o la del vigilador? La respuesta era no, no, no. Apunté
bajo, cerca de la cintura del intruso, mientras toda mi atención se concentró en la búsqueda de sus manos. Como un rayo se
dio vuelta sobre su izquierda, mientras dirigía hacia mi ambos puños cerrados. Miré desesperado sus manos y con horror comprobé
que tenía un arma. Disparé apenas un instante después del intruso.
Lo último que recuerdo, es que al salir
mi disparo, sólo pude ver la pared, mi blanco se había esfumado. Luego todo se
puso oscuro y los gritos a mi espalda dejaron de oirse. Todo había acabado.
REBOBINEMOS
Eso fue lo que dijo XXX instructor del
simulador de tiro, al culminar mi tercera práctica, mientras encendía otra vez la luz. Estábamos en la Escuela de Capacitación
en Seguridad Pires de San Pablo, Brasil. Se comprobó que mi disparo había dado en la posición que tenía el intruso antes de
darse vuelta. Fijada la imagen, el impacto se mostraba ligeramente arriba y a la izquierda de la cabeza del blanco. Pero técnicamente,
él me había dado primero. Mi rol era la de un vigilador, de ahí que me encontrase armado. El cartucho solitario de que disponía,
era una de las exigencias establecidas. La situación se tenía que definir con un solo disparo, en una clara situación de duelo.
¿Qué hubiera sucedido en un hecho real?
Posiblemente lo mismo, porque al menos en nuestro país, uno se encuentra bastante afectado y esquematizado por razones humanitarias,
las consecuencias legales de todo disparo hacia el agresor y también por la opinión de los medios de comunicación cuando se
trata de legítima defensa. Todo esto, en definitiva, favorece al delincuente. Veamos un análisis sobre lo acontecido.
1.
Cuando XXX me entregó el revólver y un solo cartucho, dejó que lo introduzca en la recámara sin ningún tipo
de indicación. Tratándose de un revólver con acción levógira tipo Smith & Wesson, coloqué el cartucho dejando una recámara
libre y alineada con el cañón. A su derecha puse el único cartucho disponible.
Me parece que era una inteligente forma de enseñanza, dado que si se colocaba inadecuadamente, el disparo no se hubiera producido.
Como instructor, reiteradamente he visto que existen dudas por parte de los propietarios de revólveres, acerca de la dirección
en que gira el tambor. Como no siempre se dispone de todos los cartuchos como para llenarlo completamente, resulta sabio conocer
con exactitud este aspecto de antemano. Simplemente, una equivocación nos podría costar la vida.
2.
Cuando un delincuente se encuentra en acción y armado, ya está decidido a tirar sobre su víctima. El marco de
su conducta lo favorece: puede huir, con una remota posibilidad de ser capturado; se mantiene anónimo; tiene un alto porcentual
de no ser detenido y procesado; y su acto delictivo será uno más, de los tantos sin resolver en el marco policial.
3.
La víctima no está preparada para un tiroteo, partiendo de preaviso cero. Cuando se encuentra en medio de la
crisis y bajo presión, toma recaudos mentales legales, no puede huir como el ladrón, no es anónimo, y siempre caerán sobre
sus espaldas las responsabilidades legales que correspondan. Uno en realidad, si tiene cierto nivel cultural, no está dispuesto
a tirar así como así.
4.
Desde el instante en que el delincuente extrae el arma, hasta que dispara, pasan aproximadamente dos segundos.
Ese tiempo es muy escaso y durante más de la mitad del mismo, el arma estuvo oculta a la vista de la futura víctima. Quedas
décimas de segundos para reaccionar. Una vez observado el objeto, el cerebro debe discriminar que se trata de un arma y darse
cuenta que está en peligro. Luego tiene que analizar con lucidez acerca de qué hacer, evaluando su situación. Finalmente,
si decide disparar, debe enviar la orden de hacerlo a los músculos, y además con puntería, para lo cual exige una dirección
de tiro correcta. Para ello, intervienen otros factores como la coordinación de la alineación ojo, alza, guión, blanco, o
bien realizar tiro dirigido, presionando adecuadamente el gatillo y hacerlo fríamente, sin entrar en pánico. El tiempo que
tardan los músculos en cumplir una orden del cerebro, oscila en las dos décimas de segundo. Todo esto indica, que bajo estas
pautas, siempre dispararemos demasiado tarde.
5.
El intruso no fue tocado por el disparo de la víctima (la víctima dijo “mi blanco se había esfumado”).
El delincuente al girar, simultánea y velozmente se agachó. Como víctima, recuerdo que tuve una ligera tendencia a inclinar
mi cuerpo hacia atrás, para alejarme del peligro, lo cual podría haber levantado un poco la puntería.
6.
Si la víctima hubiese disparado descontroladamente, el famoso “dedazo” habría producido un disparo
bajo, aunque tardío. Esto produciría un impacto en el contrincante y posiblemente su propia muerte, pero en estos casos sería
tonto pensar en un empate, con la muerte de ambos. En materia de defensa personal, sólo sirve dar en el blanco primero y certeramente,
sin ser tocado.
7.
¿Este caso se podría resolver satisfactoriamente? Posiblemente con un gran adiestramiento en el simulador, si.
Pero en la realidad, el fantasma de las consecuencias legales, son las que influirán en nuestra decisión, ya que equivocarse
en el simulador no las trae aparejadas.
8.
Los gritos del Instructor, estaban dirigidos al alumno, que permaneció callado y concentrado en la acción, (en
realidad, no actué acertadamente como vigilador), para que intime al delincuente antes de que se dé vuelta. Era posible que
el intruso arroje el arma ante esa intimación, pero también era posible que no lo haga.
9.
Por aquí ronda el fantasma del “stopping power”, tema tan trillado como válido, sobre el que no
creo oportuno extenderme.
Situaciones similares, son las que podrían
vivir los servidores de la ley y que en el caso de retener el fuego, podrían ser víctimas por el sólo hecho de no ser acusado
de “gatillos fáciles”. Esto justifica en la policía el uso generalizado de chalecos antibala y también una preparación
superior a la actual, para poder resolver exitosamente situaciones como la descripta. Por supuesto, que los particulares tampoco
estamos exentos de vivir una situación semejante. En conclusión, ante un delincuente armado (ciertamente armado), luego de
intimarlo enérgicamente (agregaría: tomando prudentemente cubierta si hay tiempo), parece
que la solución es disparar primero, cualquiera sea la posición de su cuerpo respecto de nosotros, de manera de tener alguna
chance de sobrevivir. De eso se trata, porque nosotros no podemos adivinar la intención de nuestro oponente.